Hidalgo Nordia decía en su libreta de enrolamiento, pero desde pequeño que nadie lo llamaba así. Por su largo cuello, su vientre hinchado y sus patas flacas y largas, todos en el pueblo lo conocían por “Suri”, que quiere decir ñandú, en quichua.
Pocas veces vi un apodo tan bien puesto. El cristiano en cuestión no sólo parecía un ñandú sino que, bien me hizo notar el observador Alberto Cuerda, también actuaba como ese emplumado animal.
Cobarde como el que más, “Suri” andaba siempre atento, los ojos bien abiertos, para escapar de los bares ante la primera discusión. Era veloz para la corrida y, por su escasa inteligencia, los parroquianos le encontraban otros parecidos con el “avestruz”, específicamente en lo que al contenido del un nido se refiere, lo que dejo a la entera imaginación del lector.
Pero por lo de miedoso fue, seguro, que llegó a viejo soltero, solo y con cierta fortuna, si es que fortuna se le puede llamar a media docena de hectáreas al sur de Ojo de Agua y algunos animales que heredó de sus padres y de su único hermano, el “Chirri”, que quiere decir zorrino y que tampoco se casó, más por oloroso que por falta de atributos.
“Chirri” murió a los 41 años, aparentemente por una infección derivada de su falta de higiene personal, según dijo doña Chaira, la curandera del lugar. Lo enterraron sin velarlo por el avanzado estado de descomposición en que ya se encontraba.
Así, con el deceso de su hermano, “Suri” se quedó con todo el patrimonio familiar y en sus años de soledad logró también elevar la altura de su colchón con algunos ahorros que le ablandaban los sueños.
Como muchos en la región, a los 70 años ya parecía un esqueleto caminando. Su porte de ñandú mudó a una especie desnutrida de pollo desplumado.
“Si hacemos una sopa con el Suri no come ni un canario”, se lamentaba piadosamente de su estado doña Anselma, su vecina de en frente.
Así y todo, el anciano se convirtió en un objetivo para el inescrupuloso Matías Saravia.
Resulta que un viejito en ese estado, a punto de morir, sin herederos y con una considerable riqueza, en comparación con el resto de los habitantes del pago, era todo un potentado, una tentación irresistible.
Allí estaba para la misión la bella Candelaria, hija menor de Matías, niña que acababa de cumplir los 15 años y que sólo necesitaba sonreír a un kilómetro de distancia para enamorar a cualquiera.
-Vaya m´hijita, vaya nomás y vea si se me casa con dos “Suri” –le encargó Saravia sin empachos ni vergüenza a su pequeña niña.
¿Negarse al mandado? Impensable, Saravia era capaz de matar a un hijo que no le correspondiera con obediencia absoluta.
Así fue como una tarde la Candelaria rumbeó para el rancho de “Suri” con la idea de acomodarse arriba del colchón y terminar quedándose con lo que había abajo.
No le sería tan fácil. De entrada, el anciano no se fijó en la belleza femenina sino en su ternura infantil. La trató siempre como a una nieta, le convidaba dulces y fruta y le contaba cuentos. Si el hombre no avanzaba, la niña no podía hacer mucho.
Corrían los meses y no pasaba nada:
-¡Se nos va a morir el viejo y vos no vas a poder engancharlo! –le recriminaba Saravia a su hija.
-No puedo hacer más papá, si no se casó hasta ahora es porque no debe estar en sus planes –contestaba Candelaria.
El cristiano no le daba vuelta la cara de una cachetada porque la quería preservar bella en aras de su vil empresa.
Con la llegada del invierno y esa tos tan rara de “Suri”, Saravia decidió apurar el trámite y acudió a lo de doña Chaira en procura de un gualicho de esos infalibles.
Cuando la curandera, y también bruja, se anotició de la pareja que Matías quería formar, se negó “rotundamente”, por lo que el inescrupuloso individuo tuvo que ofrecerle la mitad de la fortuna del anciano si lograba que su hija se casara con él.
El gualicho, consistente en unas gotitas que debían echarle al mate de “Suri” durante una semana entera, funcionó a la perfección. El codiciado anciano se enamoró perdidamente y se casó de inmediato, pero no con Candelaria, sino con la mismísima bruja Chaira, que había enfocado para su beneficio los efectos del elixir suministrado vía bombilla.
El “Suri” no pasó ese invierno, y el pueblo que antes tenía un solo rico ahora tenía una sola rica.
Saravia no esperó a que termine el velorio para reclamar su “mitad” a la bruja.
-¿Qué mitad? –le cuestionó doña Chaira- ¡el arreglo era si el viejo se casaba con su hija!
-Pero yo tuve la idea. Y por eso, o me da la mitad o le quemo el rancho –amenazó Matías.
-Si usted se acerca a mi casa, yo lo convierto en lechuza –retrucó ella.
Con semejante bruja, imaginan bien, el tipo no se animó a reclamar nunca más esos merecidos derechos de autor.
Como me decía siempre el preso Ansar, “las malas ideas no se reparten ni se comparten”.
Autor: Jorge Londero. “Las historias de Don Boyero”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario