4 de abril de 2009

Los inmortales de Alpa Corral


Alpa Corral es un paraíso, inmejorable en otoño. En esa época del año, por las mañanas, el viento frío se involucra con los cerros o baja a la cañada para silbar una canción llena de recuerdos. El eco contiene años de lamentos, restos de gritos audaces, gemidos de algún amor correspondido y hasta el vaho de un aliento nocturno con toques de vino.

En ese revoltijo de sonidos que arrastra la brisa, los cascos de los caballos de los ranqueles se confunden con el ruido de las tropas de Santos Guayama o con el grito de alegría y libertad de Martín López, desertor de las tropas de Peñaloza que se atrevió a vivir en una cueva del cerro Montoso y hasta tuvo allí a su pareja y algún que otro hijo.

Cuentan que esa cuerva era un refugio que entraba en la montaña unos 100 metros y que hasta tenía una salida alternativa. Dicen que la mujer de López era una india o una criolla que trajo de San Luis y que el día en que parió a su primer hijo (tal vez el único) necesitó la ayuda de una partera. El desertor se coló entonces en el pueblo y secuestró a la primera señora que encontró, para llevarla con los ojos vendados hasta donde la parturienta. La leyenda agrega que la improvisada partera cumplió con creces la tarea de asistir a la madre y por ello fue devuelta a su casa sin un rasguño. Hasta hoy se dice que, durante meses, esta vecina recibió regales sorpresa que aparecían misteriosamente en la puerta de su morada, lo que hace pensar en posibles gestos de agradecimiento del desertor.

Las intenciones de las mujeres de la época se confundían por entonces. Existía el rumor de que las cautivas de los ranqueles la pasaban muy bien, que los indios eran muy cariñosos y que conocían técnicas amatorias que elevaban a las damas hasta el séptimo cielo. Con esas versiones, no eran pocas las féminas que solían descuidarse y andaban solas por los montes y por el río, por si algún malón pasaba por allí y les cambiaba la suerte. Entre ellas bien pueden haber estado las hijas de Wenceslao Claro, allá por 1860 y pico.

Cuentan que estas tres mujercitas habrían decidido optar por la tentación de ser secuestradas por la indiada pero que, antes de dejarse llevar, se querían asegurar un buen futuro si les tocaba volver “recuperadas”. Para ello, juntaron todo lo que tenían de valor, entre alhajas y platería, lo metieron en un baúl de los que trajeron de Europa, lo cargaron en un carro y a la medianoche marcharon hacia los cerros para enterrarlo. Hicieron el operativo en una noche casi sin luna, no se veían ni las manos. El resultado fue lógico, al otro día no tenían ni la menor idea de dónde habían enterrado el tesoro.

Desesperadas, suspendieron la idea de dejarse llevar por los indios, antes querían encontrar su baúl. Hasta que sus conocidos tienen memoria, se la pasaron haciendo agujeros y no se las llevó ningún indio.

Otra mujer inolvidable en los recuerdos de las sierras del sur fue doña Hipólita, la abuela de Alpa Corral, como la conocían. Muy distinta a la mayoría de sus pares, ella no soñaba con irse con los indios; era amante del orden y la limpieza, no hubiera tolerado vivir en un campamento de los ranqueles.

Un día estuvo muy cerca de convertirse en cautiva, pero el mozo semidesnudo que pretendió llevarla ligó un sartenazo tan efectivo en la frente que optó por soltarla. Me imagino que el tipo habrá pensado: “Para qué llevar una por la fuerza si la mayoría son dóciles y se entregan solas”.

Bueno, lo cierto es que la mujer se quedó por decisión propia y, con los años, cuando ya no había malones, se convirtió en la más experimentada de la región.

Cerca de donde vivía esta anciana, en el viejo puesto de don Robustiano Vilchez, ubicado sobre el río San Bartolomé, floreció una mañana una calavera vaya a saber de qué muerto mal enterrado por esos pagos. La encontraron los Bracamonte y no se atrevieron a tocarla, por temor a la maldición de Martín López.

Paso a explicar. Decían que este desertor, del que ya hablamos, al derramar su sangre en esas tierras, antes de morir, juró volver para vengarse, y estos vecinos encontraron en esa osamenta un posible retorno del célebre muerto.

Ulises D´Andrea y Beatriz Nores, recopiladores de historias, mitos y leyendas de la región, rescatan que era esa la calavera la que fue acusada de emitir espantosas quejas que comenzaban con la puesta del sol y se extendían hasta bien entrada la noche.

Debe haber sido nomás, porque en una velada de luna llena, cuando los extraños lamentos se escuchaban con eco y todo, doña Hipólita salió de su rancho y a los gritos intentó alistar a cualquier valiente que se ofreciera para resolver el caso:

-¡Es que nadie va a callar a ese condenado esqueleto! –protestó tres veces.

Al no obtener respuesta, se procuró una pala, cruzó el río, se arremangó, cavó una fosa, metió allí los huesos, los tapó a pisotones y se volvió a dormir.

Las tenebrosas quejas no se escucharon nunca más.

Enya: The river sings



Jorge Londero, "Las historias de Don Boyero", en: La Voz del Interior (s.d.)


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